Liverpool, año 1920. Un transatlántico bautizado como
"La flecha" se dispone a cruzar por séptima vez el océano que separa
América del Viejo continente. En su interior, personas de todas las clases
sociales y todas las nacionalidades se preparan para iniciar un viaje de
negocios, turístico, o en busca de una vida mejor fuera de una
Europa devastada por la Primera Guerra Mundial.
El capitán Lyle Tiberius Rourke pronuncia unas palabras
secas de bienvenida, saluda a la tripulación con una falsa sonrisa y acude a la
sala de timón para botar el barco. No es demasiado grande para ser un
transatlántico y la tripulación así como los pasajeros no son especialmente
numerosos, pero es por eso por lo que es el más rápido: "La flecha del
atlántico" disparada de Inglaterra hacia un nuevo mundo plagado de
posibilidades.
Los motores se ponen en marcha, el vapor escapa por las
tres grandes chimeneas del color del plomo y se mezcla con las nubes blancas de
la ciudad inglesa. Cientos de personas agitan pañuelos y hacen aspavientos con
la mano mientras los pasajeros les responden animosamente, unos sonriendo, otros
llorando, pero todos con la efusión del "solo es un hasta luego, pero bien
podría ser un hasta nunca". Un bebé llora en la cubierta por el escándalo
y varios niños corretean entre el grueso de gente que intenta exprimir al
máximo una despedida que se aleja con el barco en dirección al gris y frío
océano, cuya brisa congela el rostro y calienta el corazón.
Ninguna de esas personas saben que el barco jamás llegará a
su destino, excepto una, un hombre esbelto y delgado, viejo pero imponente, que
observa el horizonte con una sonrisa en los labios.
La noche del cuarto día de viaje se produce la tormenta. La
lluvia cae con fuerza mientras el viento ladea el barco provocando el caos y el
desconcierto en los camarotes. Las olas son de la mayor envergadura que el
capitan Rourke ha visto jamás y derraman el agua salada por el suelo de la
cubierta. Las nubes en el cielo nocturno chocan entre sí, como grandes titanes
negros cuyo roce despide una energía imponente y luminosa que llega a los
mortales en forma de rayos hermosos y espeluznantes de un púrpura brillante y
fantasmal.
Alguien informa al capitán de la existencia de una isla en
las proximidades. Lyle Tiberius Rourke es un hombre serio, racional y nada
supersticioso, pero el avistamiento del lugar hace que, sin razón aparente, una
corriente eléctrica nerviosa le recorra el espinazo, que, no obstante, no le
impide poner rumbo hacia allí. Pero la tormenta es demasiado fuerte, los
pasajeros están histéricos y parte de la tripulación se lanza al agua como
único medio de escape de aquel infierno de sal y agua. El barco vuelca
llevándose consigo miles de vidas de todas las edades, nacionalidades y clases
sociales.
Sin embargo algunas personas se han salvado. Aquel que era
un buen nadador en el colegio interno al que le enviaron sus padres, aquella
que había logrado sacar uno de los botes, el que se había agarrado a un barril
cargado de brea... Y allí está la isla atlántica, oscura y fría, pero con la
luminosidad de la esperanza manando de cada una de las piedras que forman su
playa.
Los supervivientes al naufragio están ahora en diferentes
partes de la isla, esperando ser rescatados y en busca de sus parientes, de sus
amigos, del camarero que conocieron en el barco... aliviados porque haya
acabado esa pesadilla de la que aún quedan restos, como el barco hundiéndose en
el horizonte y los relámpagos que se alejan paulatinamente. Pero la pesadilla
solo está a punto de empezar.
Estas personas van a dejar de ser anónimas. A partir de
ahora vamos a meternos en la piel de unos personajes que bien podríamos ser
nosotros mismos, luchando cada día con las trampas de ese al que los
griegos llamaban hado y que nosotros conocemos como destino. La fortuna es una
mujer peligrosa, y nosotros somos sus juguetes.
Bienvenidos al Tártaro, bienvenidos al Caos.
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